Artículo de Charo Izquierdo, periodista, escritora y empresaria.
A lo tonto a lo tonto, nos hemos comido casi un cuarto del siglo XXI, que se postulaba como el siglo interespacial. Y de momento, sí, nos hemos dado un golpe morrocotudo espacial, contra la pared, contra las cuerdas. Pero hay que seguir traspasándolas. Porque el siglo XXI será el siglo de la transformación o no será. Y ya lo estamos viendo y viviendo, aunque a veces dé la impresión de que seguimos instalados en políticas y vidas más cercanas al XX.
Las mujeres somos protagonistas estrella de esa transformación y me temo que motores de la misma. Todo ello a pesar de que la igualdad de facto no se ha conseguido, en espera de cambios, por ejemplo de ese tan ansiado de sentarse a la mesa…, la de los Consejos, con la mirada puesta en 2022 y el objetivo de elevar el porcentaje de consejeras, hasta llegar a un 40%, según el nuevo Código de Buen Gobierno de la CNMV (a finales del 2019, en las empresas cotizadas el porcentaje era del 23,7). Eso sin olvidar el peldaño anterior y, desde mi punto de vista, a veces olvidado pero más necesario si cabe: elevar el número de mujeres que ocupan el primer nivel de dirección de las empresas, donde nuestra participación es todavía más exigua, del 16% por ciento, según datos de la propia CNMV.
Los momentos angustiosos experimentados durante el confinamiento debido al Estado de Alarma que vivimos en la primavera del 20 pusieron sobre el mantel un tema escalofriante, y es que en muchas familias la angustia fue doble. Me refiero a muchas mujeres que debían teletrabajar y, una vez que volvían a sus cuarteles de invierno, acababan ocupando un puesto que había sido el suyo por derecho propio durante siglos: el hogar. Y eso con todas sus consecuencias. Pero las ha habido que lo han vivido de manera triple; solo hay que tener en cuenta la mayoritaria proporción de mujeres que trabaja en el sector sanitario. Ellas han pasado el momento crítico de la pandemia con jornadas extenuantes, que a saber cómo se repercutían en el devenir de la casa y los hijos, y además con el peligro de mayor contagio. Y las ha habido que lo han vivido de manera sobredimensionada. Hablo de los casos de familias monomarentales (cómo es de injusto el idioma, que sigue hablándose de hogares monoparentales, cuando los hijos conviven con uno solo de los progenitores, a pesar de que según el INE de los 1,8 millones de estos hogares, ocho de cada diez son comandados por mujeres; por eso yo siempre hablo de monomarentales, por un tema de justicia estadística, vaya). En estos casos, si se trabajaba fuera no se sabía qué hacer con los niños, sin escuela, y si se teletrabajaba recaía en ellas todo el peso de trabajo, el suyo, el de ellos y el del hogar).
Todo ello ha hecho disparar las alarmas del peligro que estaban corriendo las mujeres y que podía tener consecuencias terribles en el futuro, ya que por un lado podría conllevar que el teletrabajo redujera a la mujer al ancestral hogar, y por otro grandes pérdidas económicas, también para ellas, dado que los lugares que más han sufrido, sufren y sufrirán el deterioro económico se corresponden precisamente con aquellos que son feudos laborales de las mujeres; el 40 por ciento de las empleadas lo están en la hostelería, la restauración, las industrias manufactureras y el comercio.
¿El teletrabajo va a ayudarnos? Sin duda. Pero no es ni será la panacea. No es ni será generador de negocio. No es ni será generador de igualdad. Y, sin embargo, una sociedad no transformada digitalmente es y será y una sociedad empobrecida. Es más, aquellos que no sean capaces de hacerlo perecerán económicamente hablando. Y quienes como personas no lo hagan serán o son los nuevos analfabetos funcionales.
Por ello, transformarse o morir.
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